Un anciano del Caribe vive de contradecir la trágica norma de todo sepelio: te hace reír de la muerte. Cuenta chistes en los funerales. Esta es la historia del señor Chivolito, un risueño ciudadano de Barranquilla. Si no eres el muerto, ríete.
Una crónica de Alberto Salcedo Ramos
Chivolito jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos.
Luego carraspea, se queda pensativo. Casi en seguida advierte que, aunque a él le conviene la muerte del prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. «Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo», añade con una sonrisa malévola.
Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contando chistes en los velorios de Soledad, un pueblo de la Costa Caribe de Colombia, a casi mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos –unos cinco dólares.
A menudo son los propios dolientes quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto. También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de fallecer. Y a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios barrios del sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia.
El bufón de los velorios
Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta en la sala, al lado del ataúd. Allí permanece un rato en silencio, con el rostro desconsolado. Es su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa. Luego se va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta el alba.
Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos.
«¡Echa el del man que tenía dos próstatas!», le grita un calvo de bigote frondoso. «Es mejor el del viagra pediátrico», exclama un vendedor callejero de butifarras. «Cuenta el de los esposos que se detestaban», propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria y a seguir vigente a los setenta y ocho años.
Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de culebra al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez que animaba un nuevo funeral. Hace años el bastón se le extravió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces había animado novecientas dieciséis velaciones.
Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la Costa Caribe de punta a punta, desde el Cabo de la Vela hasta Bocas de Ceniza (unos quinientos kilómetros de distancia) en busca de velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su casa.
Cuando no ejerce su oficio de bufón, Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su «mala suerte». Su inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa su exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la esposa, y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de la caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura.
No es justo –dice– que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo los cuarenta grados centígrados de Soledad para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos –unos dos dólares–. En el 2003 fue arrollado por un camión (en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla).
Y, como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Sólo falta –remata, con un suspiro– que los perros del barrio lo confundan con un tarro de basura y se lo orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido. Pero cuando está en los velorios, contando chistes, parece que olvidara sus problemas.
Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda porque siente que en esos momentos ya no es el hombre apocado que se confunde con el gentío mientras negocia su lotería, sino la estrella de la noche, el blanco de todas las miradas.
El féretro de José del Carmen Urueta, quien murió de muerte natural a los setenta y tres años, preside la sala. Alrededor del ataúd hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho.
La casa es espaciosa, de paredes verdes descascarilladas. En un rincón de la sala hay un mesón de madera rústica que tiene un Buda de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas artificiales. El tono de las mujeres es impetuoso.
–Dale, Señor, el Descanso Eterno –dice la que conduce la oración, una mujer enjuta que tiene una verruga peluda en la nariz.
–Brille para él la Luz Perpetua –le responden las otras.
Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flanqueada por dos mujeres rollizas que tratan de consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se asoma por la ventanilla del ataúd para llorar sobre el rostro del difunto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado, se agita en el aire.
Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo. Sin embargo, no parecen tristes: tan solo interpretan, es evidente, un viejo libreto. A diferencia de Chivolito, ellas encarnan la parte grave del espectáculo escénico. Pero, al igual que él, encuentran en el funeral una posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos pobres del Caribe colombiano, la muerte es una oportunidad de esparcimiento.
La gente acude a los velorios no sólo para solidarizarse con los deudos, sino también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer. Como no hay salas de cine que muestren muertos de mentira, toca distraerse con los muertos de verdad.
A través de la ventana abierta se divisa la ancha calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan sólo nueve pasos para atravesar la sala y llegar a la calzada, que es polvorienta debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la avenida fueron acordonados con bancos de madera para impedir el paso de los automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el interior de la casa, todos son hombres.
Están organizados también en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el centro de la circunferencia. Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos.
La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante.
–Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos próstatas? –interviene a gritos el vendedor de butifarras.
–Ese es muy largo –responde Chivolito, sin mirar al autor de la pregunta.
Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa al siguiente.
–Un monstruo se casó con una monstrua –vuelve a la carga Chivolito, con su voz penetrante–. Una noche el monstruo llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: «bueno, mi amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte monstruosidades». La monstrua le contestó: «ñerda, papi, hoy no se va a poder, porque tengo la monstruación».
El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta.
Después le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de dolencias.
–Bueno, les voy a contar un chiste muy apropiado para esta noche –dice con el rostro iluminado–. Dos esposos llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: «Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo.
Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos al cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel». Y le responde la esposa: «Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro».
La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto.
Aunque no existen registros históricos sobre el origen de los bufones de velorio en el Caribe colombiano, se cree que es una tradición de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer que el propósito de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la pérdida de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes.
No es que se cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el dolor y restaurar la alegría, sino que, sencillamente, la gente es así, gozosa, risueña. ¿Por qué diablos tendría que comportarse de manera distinta en los funerales? Sería como aceptar la derrota. Lejos de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían con el humor.
Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay un bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron: la vida es demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O rasgándose las vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable.
Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde mediados de los años sesenta. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto Guzmán y el licenciado en Ciencias Sociales Agustín de la Hoz. El tema de conversación es la muerte.
–Morirse es lo más fácil del mundo –opina Rico, a quien los demás llaman El Mono–. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza doblada.
–Eso es verdad –tercia Guzmán–. La muerte es lo único que tenemos asegurado.
–Lo único –repite Chivolito con un gesto reflexivo mientras juega su ficha.
El profesor De la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la Calle 17 es un hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con carrocerías habilitadas como taxis.
El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando.
–La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y tírenlo al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada.
Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores le pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio de los velorios.
–¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? –responde con cara de ofendido–. En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo vendiendo billetes de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no te has dado cuenta de esa vaina!
A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilómetros y vende ciento treinta billetes. El dueño del negocio le paga el cuarenta por ciento de las ventas, es decir, unos dos dólares diarios.
Es poco, advierte, pero ¿qué más puede hacer un viejo de setenta y ocho años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza, porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas.
–¿Irrespetuoso yo? –pregunta dándose golpes de pecho–. Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo!
En seguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve para no regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de Malambo se volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de tanto caminar bajo el sol.
Lo peor de todo –dice– es que él era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su «mal destino». En su juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine para que, con un megáfono, le pusiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con un metro y cincuenta y cinco de estatura, él protagonizó dos comedias en el Teatro Mogador.
Todo el mundo pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdéz el popular Tin Tan. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal –concluye, meditabundo– que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le da posada y comida.
Otro de los fisgones quiere saber cómo fue que se hizo contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde que heredó el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera función sucedió de manera accidental, en 1956, cuando tenía veintiocho años. Esa noche había muerto la madre de Aristarco Sepúlveda, uno de los más afamados bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda, un cincuentón de panza abultada, estaba tan conmocionado que no se atrevía a animar la velación, y por eso le pidió el favor a Chivolito, quien sólo había ido a expresarle sus condolencias.
–Nosotros somos como los médicos –dice ahora con cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo trascendental–. Cuando tenemos familiares implicados, buscamos a un colega.
Uno de los asistentes se declara sorprendido. Chivolito advierte que en sus correrías ha sido testigo y protagonista de muchos hechos asombrosos. Lo más insólito –dice– le ocurrió una noche en que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San Antonio, en Soledad. Chivolito emigró para la tienda de enfrente y se puso a tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron detrás de él.
Allá siguió contando los chistes. Al rato, las personas que aún permanecían en la velación, atraídas por las carcajadas, también se marcharon hacia la tienda. La estampida dejó al cadáver casi solo, apenas con las cuatro rezanderas macilentas que lo acompañaban. Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó más remedio que ofrecerle disculpas al contador de chistes y suplicarle que regresara.
Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado suspendida. Ahora Carlos Rico lo amonesta.
–¡Juega rápido, no joda! –gruñe.
–Yo te creo a ti la mitad de lo que dices –le advierte Heberto Guzmán.
Después se dirige al resto de contertulios.
–Llevamos cuarenta años oyéndole el cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque.
Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa.
–¡Pa’ joderte, marica!
El profesor Agustín de la Hoz llegó por la tarde al velorio en la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético Junior en el torneo de fútbol de Colombia. Después, la charla derivó hacia la muerte.
–Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos.
Según De la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizá un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la muerte.
Durante los últimos años la tradición se ha ido perdiendo debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive.
En algunos pueblos de la Costa Caribe despiden a los finados con tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas: familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas.
Se apoderan del muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito herido, como si establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien las cosas – añade el profesor De la Hoz – este sollozo colectivo es un baile de máscaras.
Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima fiesta.
Y eso – salvar la fiesta a pesar de la muerte – es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes.
–Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su propia imagen. «Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!» De pronto se le salieron cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dijo la viejita: «Echeeeeee, ¡lloras porque te digo la verdad!»
Esta vez el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas. Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber cristiano prestar su muerto para que Chivolito y su comparsa sepan que están vivos.